La indefensión aprendida
Recurrir al suspenso parece haberse
convertido en un medio para hacer estudiar a los alumnos, quizá porque a los
profesores no se les haya indicado otro modo de motivar. El resultado parece
ser, sin embargo el opuesto al que se desea.
Suspender alguna vez puede ser positivo
para el alumno que tiene fe en sí mismo (Bandura, 1978) porque le demuestra que
puede superarse incluso ante las dificultades, pero el castigo repetido e
insoslayable lleva a la indefensión y a la apatía. Sin embargo, para el
alumno/a que ha estudiado (a su juico, bastante) y suspende una y otra vez,
resulta difícil convencerse de que la forma de aprobar es estudiar.
Seligman (1975) comprobó que tanto las
personas como los animales pueden aprender que existe independencia entre su
conducta y los resultados que se siguen de ella. La indefensión aprendida
consistiría precisamente en esto, en la falta de fe, debida al aprendizaje, en
la eficacia de la propia acción para cambiar el rumbo de los acontecimientos.
Las consecuencias más evidentes cuando un estudiante llega a esta situación son
dos:
La distorsión cognitiva: creerse más
incapaz e indefenso de lo que realmente es.
La falta de motivación: no esforzarse
para conseguir algo si se sabe que no se va a lograr. Pero, además, los alumnos
con una historia de fracaso, si luchan, lo hacen más por evitar el fracaso que
por lograr el éxito o por saber, un tipo de motivación poco favorecedora del
aprendizaje.
El remedio a esta situación estaría en
cambiar las expectativas haciendo que el estudiante actúe y compruebe que su
respuesta es realmente eficaz; proponer metas alcanzables y a corto plazo para
hacer ver que el esfuerzo sirve para algo e ir elevando los objetivos
progresivamente.
Pero también se puede intentar prevenir
la situación logrando que desde el principio los sujetos tengan éxito en sus
esfuerzos para que empiecen comprobando que el cambio en las situaciones
depende de sus actos. Una posible regla a seguir sería no realizar el primer
examen del curso hasta que no nos hayamos asegurado que una buena parte de los
alumnos lo podrán superar.
Pero la indefensión aprendida funciona
también con los profesores si sienten que con su esfuerzo no consiguen sacar
adelante a sus alumnos y además su actividad está controlada desde fuera.
Ashton(1985) comprobó como aquellos
profesores que se creen capaces de sacar adelante incluso a los alumnos más
difíciles si se lo proponen de verdad, son los que tienen alumnos más
motivados.
Gibson y Dembo (1984) hallaron que los
profesores más eficaces son los que menos critican a sus alumnos y los que más
persisten en sus esfuerzos en situaciones de fracaso.
El lugar de control (LC)
Las personas tienen la capacidad de
prever resultados y no sólo de recordarlos; si un individuo no espera
resultados positivos de su acción, no actúa, aunque su conducta haya sido
premiada cientos de veces en el pasado, y eso independientemente de que sus expectativas
sean acertadas o no (Rotter, 1966).
El LC hace referencia a la causa o la
raíz en la que el individuo piensa que se encuentra el control de los
resultados de su conducta. Si se tiene la sensación de poseer un mayor control
sobre los resultados del estudio es lógico que se espere un mayor esfuerzo y un
mejor rendimiento. Si se siente que el control no está en sí mismo sino fuera
(dependiendo de factores externos como la suerte, las ayudas, los favores o el
estado de ánimo o la voluntad del profesor) habrá un menor esfuerzo y un
rendimiento más pobre.
Dudley Marling y cols. (1982) encontraron
que los alumnos calificados como fracaso escolar están dominados por lo que se
llama un LC externo, es decir, atribuyen el éxito a la suerte y los fracasos a
sí mismos.
Para superar el problema de la
desmotivación no basta con que el alumno consiga aprobar. Es necesario cambiar
su modo de verse a sí mismo y desarrollar en él el sentido de autoeficacia,
corrigiendo las ideas erróneas sobre sí mismo y sus posibilidades.
La atribución causal
Esta teoría está muy relacionada con la
anterior y hace referencia a la tendencia humana a preguntarse por las causas o
móviles que originaron un acontecimiento. Las explicaciones sobre la propia
conducta que más desmotivan son aquellas que atribuyen el fracaso a factores
que están más allá del control del sujeto (falta de habilidad, dificultad de la
tarea, etc.) en contraposición a la atribución a factores más controlables como
el propio esfuerzo (Dweck, 1975).
Pero, sin duda, el mayor problema, el más
humillante, el que más desgasta la motivación, es el que se deriva de atribuir
el fracaso a una causa interna estable (no controlable) como es la falta de
capacidad. ¿Trabajaríamos nosotros por un objetivo que previamente sabemos que
no podemos alcanzar?
Cuando al final del curso nos vemos
obligados a "levantar la mano" para suavizar los malos resultados de
las primeras evaluaciones no estamos haciendo otra cosa que favorecer la
atribución causal que el alumnado realiza hacia factores no controlables, en
este caso la ayuda externa recibida.
La frustración del fracaso académico se
puede cambiar modificando las atribuciones de los alumnos, llevándoles hacia
atribuciones a "causas" inestables y controlables. Habría que
demostrar a los alumnos que en la primera evaluación es muy frecuente obtener
calificaciones bajas. También resulta recomendable explicar el fracaso por la
falta de esfuerzo o de técnicas de aprendizaje indicando siempre la dirección
que debe tomar ese esfuerzo en el futuro (aspectos concretos a mejorar).
El "efecto Pigmalión" o la
profecía que se autocumple
Este fenómeno se refiere al proceso por
el cual las creencias y expectativas de una persona afectan de tal manera a su
conducta que ésta provoca en los demás una respuesta que confirma esas
expectativas (Rosenthal, 1968).
En un estudio clásico realizado en una
escuela pública, Rosenthal y Jacobson aplicaron un test de inteligencia a todos
sus alumnos; posteriormente dieron a los profesores los nombres de los niños que,
según las pruebas realizadas, mostrarían un desarrollo intelectual destacado
durante el curso (en realidad dieron el nombre de un 20% de los niños escogidos
al azar. Ocho meses más tarde volvieron a medir el cociente intelectual de
todos los alumnos y comprobaron que los niños que habían nombrado
aleatoriamente (el 20%) habían conseguido un mayor desarrollo intelectual y
eran además calificados por sus profesores como más curiosos, más felices y
mejor adaptados.
Si un profesor o profesora espera buenos
resultados de sus alumnos el rendimiento se aproxima mucho a su capacidad
intelectual, pero si lo que espera son malos resultados, el rendimiento de sus
alumnos se corresponde poco con la capacidad intelectual que poseen (Stead,
1978).
Pero también podemos considerar a los
alumnos como "profetas" con sus propias expectativas que repercuten
en la conducta de los profesores. Esto podría explicar la respuesta de los
alumnos cuando llegan a un grupo o curso en el que hay un profesor con fama de "duro".
En este caso será muy probable que los alumnos comprueben finalmente su
profecía.
Los profesores comunican sus expectativas
a sus alumnos de muchas maneras, principalmente por medio de conductas
rutinarias de las cuales el profesor generalmente no tiene consciencia y, por
lo tanto, no puede controlar voluntariamente.
Por otra parte, Hargreaves (1967), Lacey
(1970) y Woods (1979) han hallado como los posibles mensajes devaluadores y de
infravaloración que se pueden estar enviando a una parte significativa del
alumnado tienen una considerable relación con los problemas de disciplina que
se dan en un centro escolar.
Frente a la creencia implícita de que no
todos tienen el mismo valor debemos anteponer el mensaje de que todo el mundo
tiene cabida en la escuela y de que en ella hay oportunidades de desarrollo y
formación para todos.